La economía española se encuentra en una difícil situación: debe crecer para absorber el desempleo y para acabar de resolver la falta de confianza en la deuda española de los mercados internacionales de capitales. El problema es que no se espera que el consumo privado sea quien tire del carro, ya que muchas familias están endeudadas o tienen uno o varios miembros en paro, y tampoco el gasto público puede ejercer de dinamizador, en unos momentos en que debe cumplirse un calendario de reducción del déficit de las Administraciones Públicas. En cuanto a la inversión privada probablemente entrará en juego más adelante, cuando las expectativas de las empresas mejoren. Queda solamente el sector exterior, que efectivamente está contribuyendo a la modesta recuperación económica actual a través de un aumento importante de las exportaciones. Pero no podemos pensar en que una devaluación nos saque del atolladero, como ocurrió tras la recesión de 1993, ya que todos sabemos que ya no contamos con la peseta.
La pregunta que uno puede formularse ante este panorama tan poco atractivo es si puede hacerse algo más para relanzar el crecimiento, y si de algún modo podemos ver crecer de nuevo la productividad en las empresas, pero de un modo activo, positivo, no por medio de la destrucción de puestos de trabajo. No creo que exista una fórmula mágica, y si existe yo la desconozco, pero creo que hay un terreno en que pueden confluir la voluntad de profundizar en la integración europea y la de hacer crecer de nuevo la productividad. Se trata de revisar a fondo y eliminar todas aquellas restricciones a la libre circulación de productos, a la prestación de servicios y al libre establecimiento de empresas de servicios en otros países comunitarios que aún subsisten, siempre que no gocen de una justificación muy sólida desde el punto de vista económico o social. En 1993 se dio por supuesto que se había conseguido culminar el proceso de formación de un mercado unificado en Europa, pero después la realidad ha demostrado ser muy distinta.
Muchas de las trabas que aún hoy en día deben superar las empresas europeas, y por tanto también las españolas, que pretenden vender sus productos o prestar sus servicios en otros países comunitarios son el resultado de la obligatoriedad de cumplir con un número de requisitos administrativos desmesurado antes de empezar a funcionar, que además varía de país a país. También de la falta de información por parte de las empresas, y de la multiplicidad de normativas nacionales en temas como la protección del consumidor, las especificaciones técnicas de los productos y otros, que les lleva a enfrentarse no a un auténtico mercado único sino a muchos mercados segmentados.
Para poner un ejemplo de requisitos redundantes, hasta hace poco una empresa que quisiera crear en España un centro comercial de cierta dimensión debía realizar un estudio previo de mercado que justificara su instalación, pero no con carácter voluntario y a efectos internos de estrategia empresarial, que sería lo lógico, sino como una condición externa impuesta por la Administración. A ello hay que sumar, a escala europea, la falta de reconocimiento de titulaciones profesionales, la carencia de un mercado europeo de la energía plenamente integrado etc.
El antiguo comisario europeo Mario Monti ha dirigido no hace mucho un informe al Presidente de la Comisión Europea referente a la necesidad de relanzar el Mercado Único, en el que entre otras cosas señala que en solo 7 de 800 profesiones es automático el reconocimiento de la cualificación profesional en toda el área comunitaria. El tema del libre ejercicio profesional está además ligado en nuestro país a las normas tradicionalmente impuestas por los colegios profesionales. En España algunos colegios imponían a sus colegiados la prohibición de hacer publicidad de sus servicios o limitaban su libertad para adoptar la forma societaria más oportuna para prestarlos. Algunas de estas cuestiones están en vías de solución, a medida que se va completando la transposición a las legislaciones nacionales de la Directiva europea de Servicios, pero queda aún mucho por hacer. En el caso español la transposición está muy avanzada, pero ahora falta ver cómo operan los cambios en la práctica. Un informe preparado por el Ministerio de Economía espera que la aplicación de la Directiva tenga un impacto del 1,2% del PIB, y comporte la creación de entre 150.000 y 200.000 empleos.
La importancia de todas estas barreras al comercio y prestación de servicios (autorizaciones previas, obligatoriedad de colegiarse o de establecerse físicamente para prestar un servicio en el país de destino, necesidad de inscribirse en múltiples registros, difícil acceso a las contrataciones del sector público de otros países etc.) es que elevan los costes de acceder al mercado de los otros países miembros. Por tanto, su supresión tendría un efecto paralelo al que tiene la supresión de los aranceles de importación: favorecería el crecimiento del comercio intraeuropeo y mejoraría el bienestar de los consumidores. De hecho los servicios representan ya el 70% del Producto Interior Bruto europeo pero su peso en el comercio intracomunitario es mucho menor por lo que el potencial de expansión de las prestaciones de servicios en un mercado europeo plenamente integrado es bastante importante.
El otro aspecto relevante de la eliminación de regulaciones superfluas, o de su sustitución por otras más razonables, es que parece demostrada la existencia de una relación positiva entre el aumento de la presión competitiva que soportan las empresas, favorecida por la desregulación, y las mejoras de productividad. Y esto es un efecto que ya no depende solo de participar o no en la exportación de bienes o servicios, sino que beneficia también a quienes producen exclusivamente para el mercado interno español. Algunos economistas de la OCDE han sugerido que una posible explicación de la brecha, a favor de los Estados Unidos, entre el ritmo de crecimiento de la productividad en ese país y en la Unión Europea en la década anterior a la crisis actual puede encontrarse precisamente en que cuando comenzó a producirse la aplicación masiva de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones la mayoría de los países europeos aún contaban con regulaciones que limitaban excesivamente la competencia en los mercados de productos.
Posteriormente ha habido cierta convergencia en la liberalización de los mercados de productos, pero esa diferencia inicial ha contado bastante y ha perjudicado particularmente a los sectores intensivos en el uso de tecnologías de la información y las comunicaciones. La evidencia empírica ha señalado también que es precisamente en las actividades de servicios donde la brecha de productividad es mayor. En el caso español esa diferencia aún es más significativa que para otras grandes economías europeas y se manifiesta en sectores tan importantes como el comercio al por menor y los servicios prestados a las empresas. En ambos sectores existe en España un recorrido importante en términos de creación de empleo, pero para conseguirlo es necesario crear un entorno que favorezca la asimilación de nuevas tecnologías y facilite la entrada de nuevas empresas y la salida de aquellas que se quedan rezagadas en términos competitivos.
Los cambios que he comentado no tendrán posiblemente un gran impacto inmediato, pero es quizás en los momentos de crisis cuando se pueden vencer mejor las resistencias que los frenan y preparar el terreno para el crecimiento futuro.
Para cuando un análisis de la situación Islandesa?