Mi abuelo paterno, gallego, transportista en la postguerra acostumbrado a desplazarse de aquí para allá no sale de su asombro al contemplar que ahora podría recorrer el mundo en pocos días, la península en menos de un día, o ir hasta Madrid en hora y media, cuando él hacia noche en el camino. También le cuesta entender por qué vemos a mi prima, que reside en Nueva York, por la tele, que nos manda fotos que salen por el ordenador, que mi hermana se ha comprado un coche con un nombre difícil de pronunciar (SsangYong), o que en las etiquetas de la ropa pone made in Taiwan o Bangladés. No le parece posible que las manzanas del súper vengan de Chile y los kiwis de Nueva Zelanda y pueda comerlos en buen estado. Yo le digo que esto es cosa de la globalización económica. Que hoy en día aunque los países no se hayan movido estamos más cerca gracias al desarrollo de las nuevas tecnologías, la reducción de los costes de transporte, y la desaparición de gran parte de las barreras comerciales, políticas o financieras. Creo que sigue sin entenderlo pero parece contento.
Un economista sí lo entiende, pero necesita cifras. Veámoslas.
Pues sí, en cualquier esfera de nuestras vidas, ya desde hace algunas décadas parece ineludible referirse a la globalización de las relaciones económicas (y no económicas). Aunque estamos plenamente acostumbrados a esta nueva situación, y son muchas las iniciativas que intentan conceptualizar la economía global, no son tantas las que cuantifican el grado de globalización de los países, las regiones o los sectores teniendo en cuenta su intensidad pero también su extensión. Uno de los últimos trabajos del Ivie para la Fundación BBVA contesta a cuestiones fundamentales como el grado de avance de la integración económica y la globalización, las diferencias por países, regiones e incluso sectores y la verdadera importancia de la distancia geográfica. Aquellos más interesados pueden acceder a los datos siguiendo este enlace.
En el trabajo al que hacemos referencia, nos alejamos de las aproximaciones tradicionales que consideran únicamente el grado de apertura exterior de los países como medida de integración, ya que esta resulta una visión parcial e incompleta, pues solo mira hacia la intensidad de las relaciones y no a la extensión. El punto de partida para medir la globalización se sitúa en la literatura relativa a la geografía de la integración, y en concreto al esquema que introdujo Marshall McLuhan (1967) sobre aldea global o frontera de referencia. Este sería el estadio en el que la distancia geográfica no importa y las relaciones entre individuos se producen al margen de donde se encuentren o el país o región al que pertenezcan. Así pues, el grado de integración de un país o región vendrá determinado por lo cerca o lejos que nos encontremos de ese estadio benchmark.
En la geografía de la integración lo que verdaderamente importa es el complejo entramado de conexiones entre países. Dando un vistazo al gráfico 1 resulta evidente que este aspecto no puede ser ignorado a la hora de cuantificar el nivel de integración de las economías. Si solo considerásemos el primer indicador, el de apertura, un país A que vendiese el 25% de su PIB a otro país C aparecería igualmente integrado que otro país B que dedicase el mismo porcentaje de su PIB a proveer a veinte países distintos y, claramente, no parece lo mismo.
Nuestra propuesta para medir la integración comercial es utilizar un índice sintético que resulta de la combinación de dos indicadores, el de apertura y el de conexión, desarrollados tomando como referencia un mundo geográficamente neutral (tanto en los intercambios domésticos como en las conexiones internacionales). El primero es una definición revisada del grado de apertura que tiene en cuenta el tamaño de las economías, pues en las economías más grandes el sesgo doméstico es mayor, es decir, existe una mayor inercia a proveer y proveerse del mercado interior. El grado de apertura que se propone incluye el concepto de neutralidad geográfica que introdujo Kunimoto en 1977 y al que luego se refirió Krugman en 1996 y ya en este siglo Gaulier (2004) y Iapadre (2006). Bajo este concepto, en un mundo plenamente integrado cada país participará del comercio internacional en función de su tamaño en la economía mundial (en términos de PIB).
El segundo es el más novedoso. Nos referimos al grado de conexión, que intenta recoger la multiplicidad de flujos que se producen entre países en cualquier dirección, de forma directa pero también indirecta (sobre esto volveré un poco más abajo). Ofrece una métrica de la distancia que separa a los países de ese espacio sin barreras, sin las fricciones que limitan el comercio internacional basándose en el enfoque de análisis de redes sociales (cuyo desarrollo es bien reciente pues uno de los trabajos más populares es el de Kali y Reyes de 2007).
Aplicando este enfoque a los datos de comercio total de bienes para un conjunto de 85 países (que representaban en 2007 el 97,1% del PIB y el 89,9% del comercio mundial) en el período 1985-2007, ¿qué obtenemos?
La integración en cifras
Los resultados obtenidos muestran que al final del último ciclo expansivo se había alcanzado algo más de un tercio (en torno al 36%) del umbral máximo de integración alcanzable. Una diferencia de alrededor de 7 puntos porcentuales superior al nivel de mediados de los ochenta. Las diferencias entre países son importantes y resultan de combinaciones diferentes de apertura y conexión (gráfico 2). España consigue un grado de integración del 27,8% en exportaciones (9 puntos por debajo de la media mundial) y del 35,9% en importaciones similar al promedio de países (36,5%). Si miramos a las exportaciones este grado de integración se debe en un 43% al grado de apertura y en un 57% al de conexión. En importaciones el peso de la apertura se eleva hasta el 46%, siendo el 54% restante el peso del indicador de conexiones.
España está relativamente menos integrada mundialmente que otras economías de su entorno, precisamente porque haber profundizado en las relaciones europeas le ha desviado de otras conexiones internacionales.
El trabajo también pone el acento sobre la contribución a la integración de las conexiones indirectas que se producen a través de las reexportaciones, un efecto que no parece despreciable, sobre todo cuando se advierten los resultados de economías como Singapur o Hong Kong cuyo grado de integración duplica, prácticamente, al promedio mundial (véase el primero de los países representados en el gráfico 2). De hecho, las relaciones que se producen entre países pueden multiplicarse por mucho si se consideran todos aquellos bienes que pasan por varias economías con baja o nula reelaboración hasta llegar a su destino final. Pese a su importancia y al efecto sobre el grado de integración total, es un aspecto que ha sido escasamente abordado en trabajos previos.
Es evidente que esta cuestión no debe pasar desapercibida, ni otras como la importancia del análisis bidimensional (exportaciones versus importaciones), la sobre o infradimensión del grado de apertura, el papel de la distancia o las diferencias de integración sectorial. Estos temas han sido abordados y, probablemente, serán aquí discutidos en otro momento de inspiración.
De momento, quedémonos con la idea de que la integración económica internacional ha avanzado mucho en los últimos años pero, a la vista de los datos, no parece un proceso culminado. Queda camino por recorrer para alcanzar la plena integración internacional. Y por ello es un tema que centra los debates internacionales. Sin ir más lejos hace pocos días la Organización Mundial del Comercio discutía sobre la necesidad de desarrollar políticas para impulsar la integración regional más allá de las fronteras en el Tercer Examen Global de la Ayuda para el Comercio. Pero también las conversaciones de aquellos que ya vieron como cambios sustantivos la aparición del motor a vapor, el telégrafo, el teléfono o el automóvil. Y sino, que le pregunten a mi abuelo.
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