El mes de agosto que estamos a punto de terminar no ha sido especialmente caluroso, si bien los mercados financieros han estado al rojo vivo. Terminamos julio con la prima de riesgo en máximos históricos como consecuencia de la crisis de la deuda soberana que alcanzó su máximo apogeo con el segundo rescate de la economía griega. Fue necesario apagar el fuego con un acuerdo del Eurogrupo donde se reformó el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera y se aprobó una quita ¿voluntaria? del 21% por parte de los acreedores de la deuda griega. Las primas de riesgo se relajaron, pero por poco tiempo, comenzando a los pocos días la primera semana negra del mes de agosto.
Como comentaba en esta tribuna en Cinco Días sobre la “Integración financiera vs. desintegración fiscal”, esa semana negra tuvo su continuidad en una segunda semana no menos negra en la que a los problemas del euro se sumó la crisis del techo de la deuda estadounidense y su pérdida de la triple A por la agencia de rating S&P, apareciendo en la economía mundial nuevamente el fantasma de la recesión.
Tanto en Europa como en EE. UU. el denominador común a las dudas que plantean los mercados financieros está en la sostenibilidad de los niveles de endeudamiento alcanzados, con ratios deuda pública/PIB muy elevados que hace preocupar a los tenedores de esa deuda. En algunos países europeos, el endeudamiento público ha alcanzado cotas insostenibles en un contexto en el que la debilidad del crecimiento económico hace muy difícil asumir los costes de esa deuda.
La crisis griega se extendió rápidamente a otros países, lo que obligó al Banco Central Europeo a comprar deuda pública italiana y española en los mercados secundarios para frenar así las subidas de la prima de riesgo alimentadas por la especulación. La intervención dio sus frutos, si bien no puede ser obviamente la solución al origen de los problemas. Algunas voces han sido críticas con la intervención del BCE acusándole y recordándole que su objetivo es la inflación.
Agosto avanzaba y la tormenta financiera seguía. En ese contexto, Sarkozy y Merkel decidieron reunirse en plenas vacaciones anunciando que iban a dar un primer paso hacia la integración fiscal de sus economías, pidiendo al resto de socios del euro un compromiso firme en la lucha contra el déficit público, lo que en el caso de España ha dado lugar a plantear la tan debatida reforma constitucional para incluir en la Carta Magna un techo al déficit público.
La constitucionalización del techo al déficit público tiene ventajas e inconvenientes. La principal ventaja es que supone autoimponerse un límite al déficit para evitar la tentación de sobrepasarlo. Pero a esta ventaja en términos de disciplina fiscal hay que contraponer la pérdida que supone en términos de independencia, algo que puede ser peligroso a no ser que la regla se diseñe con rigor. En mi opinión sería un error autoflagelarse en el actual contexto de crisis si ello supone que el techo al déficit se establezca en términos de déficit corriente, y no en términos de déficit estructural. En épocas de recesión como las que estamos viviendo, la actuación de los llamados estabilizadores automáticos incrementa los déficits públicos, por lo que un techo en términos de déficit público corriente acentuaría aún más una recesión. En consecuencia, confío que el techo se establezca en términos de déficit estructural, es decir, del déficit corregido de la actuación de esos estabilizadores.
Como comentaba en esta otra tribuna en Cinco Días ¿Más austeridad en el gasto público?, dado que la disciplina de los mercados nos impone nuevos recortes del déficit, es muy importante aumentar la eficiencia del gasto público sin que los recortes afecten a las partidas más estrechamente ligadas al crecimiento económico (educación, I+D e infraestructuras). Con una tasa de paro del 21%, la eficiencia en el gasto debe ser el objetivo a perseguir, máxime en una economía como la española en la que el peso del gasto público está por debajo de otras economías de nuestro entorno.
Si bien el debate en estos días se está focalizando en el techo al déficit y a la deuda pública, no hay que olvidar que la sostenibilidad de la deuda no solo depende de la cuantía del déficit primario (el que no incluye los costes de la deuda), sino también de los tipos de interés reales y del crecimiento del PIB. Es muy importante establecer objetivos de consecución de superávit primarios para hacer sostenible la deuda, pero sin olvidar el objetivo del crecimiento económico. Por eso, es necesario avanzar en las reformas iniciadas con esfuerzos adicionales hacia la consecución de un crecimiento basado en la competitividad, corrigiendo las debilidades que presenta nuestro modelo de crecimiento. Si conseguimos crecer, será posible reducir el nivel de endeudamiento. Y para ello, como señala el reciente informe Crecimiento y competitividad de la Fundación BBVA-Ivie 2011, además de las reformas del sector público, es necesario realizar mejoras en otros ámbitos: conseguir avances de productividad; reformas tendentes a eliminar las debilidades del tejido empresarial; proseguir en la reforma del mercado de trabajo y el sistema educativo; y recuperar el papel financiador del sector bancario.
En el caso del sector bancario, si bien la reestructuración en curso es necesaria, de momento no es suficiente para que los mercados confíen por completo en la solidez de nuestras entidades. Y la prueba del algodón es doble: 1) las empresas siguen quejándose de las restricciones financieras a las que están sometidas, y 2) los bancos españoles llevan meses sin poder colocar deuda en los mercados internacionales.
Como señalaba en esta tribuna de Cinco Días sobre “El incierto futuro del sector bancario español”, la falta de confianza en el sector bancario español no está basada en una menor rentabilidad y eficiencia ya que ocupa las primeras posiciones del ranking de la UE-15 en estos aspectos. El problema es el “maldito ladrillo” en el que nuestras entidades tienen el 60% del crédito y en el que han acumulado en sus balances 70.000 millones de activos adjudicados que son improductivos. A este problema hay que añadir la menor capacidad futura de absorber pérdidas como consecuencia del reducido crecimiento de la economía (y de su elevada tasa de paro), las necesidades de recapitalización de algunas entidades y la elevada deuda externa del sector.
Para que los mercados vuelvan a confiar en el sector bancario español es necesario continuar avanzando en la aplicación de las medidas aprobadas (como la reestructuración del sector de las cajas de ahorros y el consiguiente recorte de oficinas y empleo), ampliar el saneamiento ya realizado e inyectar cuanto antes el capital que necesitan algunas entidades. Además, es necesario incrementar aún más la transparencia informativa para que los inversores puedan identificar mejor las entidades con problemas, evitando que las debilidades de algunas contaminen la imagen del resto.
Ante este panorama algo desolador, la pregunta del millón es si hay luz al final de este oscuro túnel que ha llegado a estar negro en el mes de agosto. Y la respuesta, afortunadamente, es “sí”. Y la mejor hoja de ruta a seguir es poner en marcha las recomendaciones que formula el mencionado informe Crecimiento y competitividad de la Fundación BBVA-Ivie 2011. Lean con calma las 49 recomendaciones que formula ese informe y verán que “Yes, we can”.
Este texto es una versión ampliada del artículo de opinión de Joaquín Maudos publicado ayer en el diario Levante.
Deja una respuesta