La reciente propuesta de reforma constitucional destinada a incluir en nuestra Carta Magna una norma para prácticamente eliminar la presencia de déficits en nuestras cuentas públicas ha vuelto a poner encima de la mesa el papel del déficit en la gestión de la crisis y el impacto del equilibrio presupuestario sobre la prestación de servicios. Se ha producido rápidamente un alineamiento político que, a grandes rasgos, podemos identificar como sigue: la izquierda favorece el déficit y la derecha el equilibrio presupuestario. Pero ¿es de izquierdas abogar por no limitar el déficit?
El déficit público es uno de los instrumentos clásicos para combatir las crisis económicas porque estimula la actividad y el empleo en un contexto de recesión. Sus efectos secundarios son también conocidos: genera un aumento de la necesidad de financiación externa y una presión al alza sobre el tipo de interés y/o los niveles de precios. El equilibrio presupuestario, aplicado en un contexto como el actual, con altos niveles de déficit y de endeudamiento, tiene los efectos opuestos: genera seguridad en quienes financian las deudas de un país pero tiene efectos negativos a corto plazo sobre el crecimiento y el empleo.
El argumentario convencional de la izquierda sobre estas políticas subraya que el déficit genera empleo y permite mantener las prestaciones sociales en épocas de crisis (por eso es “progresista”) mientras que el equilibrio presupuestario supone someterse a la ortodoxia de los mercados (y por eso es “de derechas”).
¿Así de sencillo?
Aunque puede haber un fondo de razón en estas afirmaciones esquemáticas, conviene tener en cuenta algunos matices que afectan a la sustancia de ese tipo de valoración.
Hablar de la bondad del déficit o del equilibrio presupuestario como instrumentos de acción frente a la crisis, sin decir cómo se generan es un error de planteamiento considerable. Uno puede generar déficit público reduciendo los impuestos a los ricos (por ejemplo, quitando el impuesto sobre el patrimonio), aumentando los sueldos de los políticos, o simplemente despilfarrando (¡y experiencias las hay!). Y también puede alcanzar el equilibrio presupuestario subiendo la presión fiscal sobre las grandes fortunas o tasando las transacciones interbancarias. ¿Qué es de derechas y qué es de izquierdas en estos casos?
En realidad en muchas de las discusiones que se plantean en torno a las medidas para hacer frente a la crisis, parece que se olvida algo bastante obvio: los datos. En las condiciones actuales resulta necesario tanto el estímulo al crecimiento como el ajuste presupuestario. Lo primero porque con casi cinco millones de parados algo relevante habrá que hacer. Lo segundo porque necesitamos afirmar nuestra credibilidad como deudores (y esto no es una cuestión estética, sino que afecta directamente al bienestar social, porque estamos hablando de la posibilidad de refinanciar lo que debemos y de hacerlo a costes razonables). Uno esperaría que los políticos discutieran a partir de estimaciones de la elasticidad de ambos tipos de medidas para saber en qué dosis y con qué timing aplicarlas. Es decir, que hablaran con cifras en la mano del tamaño de los efectos positivos y negativos asociados a cada medida y de las acciones compensatorias que cabría aplicar para paliar sus efectos secundarios. Pero no parece ser ese el eje de la discusión.
La escasa preocupación por el equilibrio presupuestario en cualquier administración pública parece formar parte de la cultura de nuestro país. Una cultura que tiende a considerar (en términos de “creencias” más que de “ideas”) que lo público no es de nadie, más que ser de todos. De suerte que todo el mundo está encantado cuando su Ayuntamiento ofrece un nuevo servicio, el Ministerio de Fomento construye una nueva autopista, o el Gobierno Regional consigue por fin abrir un aeropuerto en aquella provincia que no lo tenía. Porque solo vemos el beneficio. Raramente nos preguntamos de dónde saldrá el dinero para sufragar los costes de estas iniciativas y todavía menos cuál es su coste de oportunidad (o sea, qué otras cosas podríamos haber conseguido en su lugar). Los políticos, por su parte, tienden a alimentar interesadamente esta ficción escondiendo los costes de sus decisiones. O sea, que todos estamos contentos haciéndonos trampas en el solitario. Unas trampas consagradas por la normativa vigente según la cual un cargo público puede generar un perjuicio económico notable a la comunidad, gastando mucho más del presupuesto que tiene concedido para su actividad o no pagando sus deudas, sin que le pase nada.
No hay responsabilidad judicial en el uso de las cuentas públicas en este sentido (aparte de las delictivas como robo, cohecho, o prevaricación). Y ocurre a todos los niveles de la administración: desde un Vicerrector de una Universidad hasta un Ministro. Uno deja su cargo público con un agujero en el presupuesto o millones sin pagar y nadie le pide cuentas. A diferencia de lo que les ocurre a las familias y las empresas, que si no pagan les embargan.
Otros países son mucho más sensibles a las implicaciones de las decisiones públicas porque son conscientes de su impacto sobre los impuestos y la generación de unas deudas que comprometen el futuro. Porque la existencia de déficit significa, cualquiera que sea su naturaleza, que estamos gastando más de lo que ingresamos, que nos estamos comiendo los recursos futuros. Yo, francamente, no veo que esto sea particularmente “de izquierdas”. Distinto es que cuando se habla de reducir el déficit se esté en realidad hablando no solo de ajustar los gastos a los ingresos sino de recomponer el gasto público. Pero ese es otro tema.
El Gobierno y el principal partido de la oposición acaban de acordar incorporar el equilibrio presupuestario en la norma constitucional. La motivación de fondo es la necesidad de convencer a los mercados de que estamos dispuestos a manejar nuestras cuentas con el suficiente rigor como para no poner en peligro la devolución de lo que debemos. ¡Porque necesitamos que nos sigan prestando y buscamos obtener los créditos al menor coste posible! Habrá que ver cómo se articula la norma, no tanto en la Constitución en sí como en las leyes que desarrollen este principio y, en particular, cuáles serán las implicaciones para las administraciones locales y autonómicas y qué mecanismos de implementación se diseñan.
Como todo elemento del marco constitucional, una medida de este tipo supone una renuncia a mantener sobre el tapete de la discusión política ordinaria ciertos elementos que estimamos estructurales en la articulación de la sociedad. Por ello hay que ser muy cuidadoso con qué se pone y qué no se pone en la norma fundamental de un estado. En este sentido es bastante discutible que se deba incorporar al texto constitucional un principio surgido de una necesidad coyuntural (aunque parece razonable que, si se incorpora como parece que va a ocurrir, las cifras concretas no se incluyan en la norma fundamental).
A pesar de lo discutible de incluir en la Constitución el principio del equilibrio presupuestario y de su motivación más directa, yo creo que esta medida puede tener ciertas ventajas que terminen por hacer de la necesidad virtud.
– La primera es llamar la atención sobre el hecho de que cualquier iniciativa pública debe contar con los medios de financiación suficientes para su puesta en marcha. No es una cosa menor y puede generar una disciplina en la toma de decisiones de la que hoy por hoy carecemos.
– La segunda es que saca de la arena política la posibilidad de huir hacia delante simplemente engordando el déficit, en lugar de entrando a discutir la forma de financiar las cuentas públicas. Es posible que de este modo los ciudadanos seamos más conscientes de que las decisiones de los políticos las pagamos nosotros, que en realidad no hay un tercero a quien colocarle el coste. Porque lo que no paguemos nosotros lo tendrán que pagar nuestros hijos.
– La tercera es que contribuye a crear una cultura de colaboración entre los grandes partidos en temas que son esenciales para el futuro (aunque aquí sospecho que PSOE y PP buscan escudarse en la Constitución para poner orden en las cuentas de las Comunidades y Municipios, cosa que hasta ahora no han sido capaces de hacer).
A veces las normas pueden suplir la falta de buenas tradiciones. Y tal vez con este tipo de modificación constitucional empecemos a dejar de hacernos trampas en el solitario. Tal vez.
me llama la atención el alineamiento unánime de todas las izquierdas de este país en contra del control del déficit, sin entrar en una consideración tan obvia que a todos se escapa… quién financia el déficit? acaso la única herramienta conocida para hacerlo no la aportan los mercados, esa voraz maquinaria que se está zampando a dentelladas el estado del bienestar? engordar el déficit es mantenerse dentro de un círculo vicioso que solo beneficia a los rentistas del capital, salvo que se promuevan herramientas públicas de financiación desde una política global de izquierdas, cuyos resultados solo puedden alcanzarse a largo plazo… ni mas ni menos, el plazo señalado para la entrada en vigor a pleno rendimiento de estas medidas que atribulan a nuestros políticos cortoplacistas… plazo adecuado asimismo para fomentar desde la izquierda mas impuestos y mejor distribuidos de forma que los servicios públicos se financien a cargo de la sociedad que los disfrutan… plazo asimismo adecuado para estructurar medidas de control para evitar el gasto del dinero público en lo superfluo… si asi fuera, para qué el déficit?