La globalización económica es un hecho ampliamente asumido en la actualidad, tanto para celebrar sus ventajas (ampliación y diversificación de las oportunidades de consumo, reducción de los costes de las empresas a través de la deslocalización) y para reflexionar sobre sus causas (nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, reducción de los costes de transporte de mercancías, desmantelamiento de barreras arancelarias y cuantitativas al comercio internacional), como para denostar sus consecuencias (reducción del margen de maniobra de las políticas económicas nacionales, efectos negativos localizados sobre las rentas y el empleo en los sectores menos competitivos de las economías nacionales). Defensores y críticos parecen sin embargo coincidir en una cosa: la globalización de la economía mundial es un fenómeno muy real y de grandes dimensiones, que se impone ampliamente sobre cualquier perspectiva nacional o local. Las fronteras estatales habrían quedado obsoletas: la fuerza de los movimientos internacionales de mercancías, servicios y capitales anula cada vez más su importancia real.
Pero, ¿qué diríamos si alguien comenzara a acumular sobre nuestra mesa de trabajo datos que arrojaran una perspectiva algo diferente? Datos que, digamos, pusieran en cuestión esa prevalencia indiscriminada del fenómeno de la globalización. Por ejemplo, que tras años de tratados comerciales y una elevada proximidad cultural y similitud en el nivel de ingresos, la frontera entre los Estados Unidos (EE. UU.) y Canadá dista aún de ser irrelevante. Las provincias canadienses mantienen entre ellas un intercambio de mercancías que es entre cinco y diez veces de mayor intensidad que el de su comercio con los EE. UU., a pesar de que el 90% de los canadienses viven a una distancia de la frontera común que no supera los 250 kilómetros. En el caso del Brasil, cada uno de los estados en que se divide ese gran país comercia internamente diez veces con mayor intensidad que con los demás estados miembros de la federación… y 280 veces más intensamente que con los países extranjeros. Las relaciones desarrolladas por largos períodos de tiempo entre compradores y vendedores, el prestigio de las marcas nacionales, el conocimiento que otorga los empresarios la proximidad respecto a los mercados, gustos y preferencias del lugar donde operan, las infraestructuras de comunicaciones, el idioma común, las normas jurídicas compartidas, todo ello sigue revistiendo una enorme importancia.
Pero no se trata solamente del comercio. Si prestamos atención al mundo de las comunicaciones, no llega al 2% del tiempo empleado al teléfono el que corresponde a llamadas internacionales. Ahora bien, ¿qué ocurre con Internet? Seguramente este es el mejor ejemplo de integración internacional ¿o no es así? Bien, entre 2006 y 2008, el tráfico internacional de Internet supuso aproximadamente un 17-18% del total. ¿Y el número de estudiantes universitarios que cursan estudios en el extranjero? Únicamente el 2% del total. Y después de tanto hablar del papel de las multinacionales en la economía moderna resulta que la inversión directa que fluye a través de las fronteras nacionales viene a representar un 9% de la formación total de capital fijo que tiene lugar. Y solamente la quinta parte del capital cotizado en Bolsa alrededor del mundo es poseído por residentes en el extranjero.
Las cifras que se acaban de mencionar no anulan el hecho constatable de que desde el fin de la II Guerra Mundial el mundo se ha estado moviendo hacia niveles crecientes de integración comercial y financiera, y que las innovaciones tecnológicas en materia de transporte, información y comunicaciones han contribuido decisivamente a ello. Además, la constatación de que determinados problemas, como el cambio climático, solo tiene sentido abordarlos desde una perspectiva global, ha puesto de manifiesto que las estructuras políticas a través de las cuales las sociedades humanas se organizan no responden adecuadamente a los desafíos que impone un mundo ‘que se ha hecho más pequeño’. Sin embargo, quizás tenga sentido rebajar algo el énfasis en la globalización, hablar de ‘semiglobalización’ y aceptar los matices que esta visión más realista del alcance de la integración real que el mundo económico ha alcanzado pueda ofrecer. Esta es la perspectiva adoptada en un libro de reciente aparición escrito por Pankaj Ghemawat, un antiguo miembro del claustro académico de la Harvard Business School, y en la actualidad profesor de Estrategia Global de la escuela de negocios IESE de Barcelona.
El profesor Ghemawat habla de Mundo 3.0 para referirse al que conocemos en la actualidad. Con ello marca las diferencias respecto a lo que denomina Mundo 1.0 y Mundo 2.0. El primero estuvo definido por las naciones-estado soberanas, se consolidó especialmente a partir del siglo XVII, y estableció una separación nítida y terminante entre lo que ocurría dentro de las fronteras nacionales y el resto del mundo. Fue el que presidió la enorme expansión de la producción y la transición demográfica hacia un planeta mucho más poblado que tuvo lugar durante los siglos XIX y XX. El segundo ha estado caracterizado por la creciente importancia de los mercados internacionales (el peso de las exportaciones sobre el Producto Interior Bruto pasó, a escala mundial, del 1% de 1820 al 20% actual), aunque entre las dos Guerras Mundiales del siglo XX tuviera lugar cierta involución nacionalista, tanto política como económica, que revirtió parcialmente ese proceso. En las últimas décadas a la internacionalización se ha unido cierta tendencia hacia la desregulación económica, y una convicción ampliamente generalizada de que la presión competitiva crece sin cesar, abarcando una gama cada vez más amplia de actividades y siendo emprendida desde los lugares más variados del mundo. Representar la realidad presente como Mundo 3.0 significa aceptar que desde luego ya no vivimos en el Mundo 1.0, pero tampoco en un Mundo 2.0, que resulta algo quimérico porque exagera la importancia real de los flujos transfronterizos respecto al papel que realmente desempeñan en la vida económica.
La posición del autor es que la tensión entre lo que define como la visión propia del Mundo 1.0 y la del Mundo 2.0 no corresponde a una sola dimensión, sino a dos: la primera comprende las decisiones, o elecciones, entre diferentes puntos de vista concernientes a la integración transfronteriza, y la segunda tiene que ver con la intensidad deseable en la regulación de los mercados. Ambas visiones son demasiado simplistas, porque ofrecen una respuesta positiva a una dimensión y negativa a la restante, lo que las configura como polos opuestos. La visión del Mundo 3.0 es más realista por varias razones. En primer lugar, porque admite una respuesta positiva a ambas dimensiones, ya que más integración es algo posiblemente conveniente, y que resulta compatible con más y mejor regulación. En segundo lugar, es más realista en el sentido de que sin ignorar las ganancias de bienestar internacional que pueden derivarse de emprender determinadas acciones de política económica, otorga una mayor ponderación a las ganancias internas o nacionales en relación a las que afectan a ciudadanos de otros países. No es difícil aceptar con nuestro autor que el altruismo global tiene aún un largo camino por recorrer, como la crisis de la zona euro está poniendo cada día de relieve.
Una tercera fuente de realismo a favor del Mundo 3.0 es que otorga un gran relieve específico a los distintos tipos de distancia que afectan a los flujos comerciales internacionales. No solamente las distancias físicas entre países, sino también las diferencias administrativas, culturales y económicas constituyen formas de distancia que tienden a deprimir la intensidad de las relaciones comerciales bilaterales. En definitiva, los países no pueden concebirse como puntos situados en un espacio en que la geografía no cuenta. Por otra parte, una evaluación realista de las ventajas de que gozan las economías abiertas ha de tener en cuenta una gama más amplia de ganancias relacionadas con la apertura comercial que las que suelen mencionarse, y cuantificarse, en los modelos tradicionales de equilibrio general. Añadir valor a través del comercio no tiene que ver tan solo con aquello que es más factible cuantificar, como la expansión de la producción o la mejora en el bienestar de los consumidores (‘cambios en el excedente del consumidor’). Tiene que ver también con la capacidad para diferenciar los productos y servicios que se ponen a disposición de los consumidores, con los efectos positivos de la intensificación de la competencia derivada de la liberalización del comercio y con los efectos de la difusión del conocimiento y del estímulo a la innovación que se obtienen a través de las importaciones y de la inversión extranjera. De acuerdo con ello las ganancias potenciales del comercio serían ampliamente superiores a las que de forma rutinaria tienden a estimarse.
Una visión realista de cualquier propuesta dirigida a lograr una mayor integración comercial significa también que los fallos de mercado y los ‘miedos’ que la globalización provoca deben ser incorporados en el análisis. En algunos casos, pero no siempre, es la propia integración la que puede ayudar a hacer frente a los fallos de mercado. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando la competencia de los productores extranjeros ayuda a frenar un excesivo poder de mercado por parte de productores nacionales que operan en un sector altamente concentrado. También ocurre cuando la elevación de los estándares medioambientales en los países desarrollados estimula el desarrollo de tecnologías más limpias que son luego adoptadas, a través de la inversión directa extranjera, en los países en vías de desarrollo. Pero también parece haber evidencia de deslocalización hacia países pobres de industrias contaminantes, como puede deducirse del hecho de que las importaciones de los países ricos sean más intensivas en polución que sus exportaciones.
Los comentarios anteriores no agotan la amplia problemática tratada en el libro del profesor Ghemawat. Se describen y discuten siete posibles fuentes de problemas asociados comúnmente a la globalización de las relaciones económicas (concentración del poder económico, externalidades, riesgos y desequilibrios globales, explotación, opresión política y económica, y la homogeneización cultural y sus miedos asociados). Se apuntan también de forma sistemática un conjunto de recomendaciones para Estados y empresas dirigidas a mejorar el diseño de las soluciones con las que abordar estos problemas, y el libro se cierra con un capítulo que aborda las actitudes individuales de las personas respecto a los ‘otros’: las actitudes comunitaristas o cosmopolitas, la distancia psíquica respecto a lo que son percibidos como distintos, que es algo que parece claramente aumentar con la distancia física, pero también depender de otros factores.
Se trata en definitiva de una obra atractiva, de lectura amena, en que se nota el buen oficio de quien es a la vez profesor y consultant. La bibliografía manejada es amplia, y claramente se ha hecho un esfuerzo por documentar con datos y gráficos la mayor parte de las afirmaciones. En conjunto ofrece un interesante contrapunto a otras obras que han tenido considerable éxito en los últimos años, como la conocida La Tierra es Plana de Thomas Friedman, que para nuestro autor estaría anclada en lo que él denomina Mundo 2.0.
Muy bonito todo lo que describe y, probablemente no exento de razones y de observaciones interesantes. Pero, leyendo su libro, descubro, alarmada, un análisis increiblemente simplista de los temas ambientales. Sólo una pregunta ¿de dónde cree el señor Ghemawat que se va a poder sacar la energía para mover todo ese comercio internacional que juzga tan bueno en un mundo donde llevamos seis años soportando el fenómeno del pico del petróleo? ¿No le parece una estupidez malgastar el preciado petróleo moviendo mercancías de un lado a otro del mundo cuando éste se encuentra en declive?¿es eso inteligente?
Todo eso que describe el Sr. Ghemawat del mundo 3.0 son quimeras, son cuentos imposibles, se basan en la creencia de que la ciencia va a poder sustituir el petróleo y los recursos naturales que están tocando techo y eso es FALSO. Los científicos y los ingenieros lo saben, los geólogos ya están todos convencidos, no hay sustitución tecnológica, sólo los economistas siguen creyendo a ciegas en la ciencia. No va a llegar a tiempo la solución tecnológica, vamos a soportar una o dos décadas muy penosas en un mundo que quiere crecer y no puede. Si sabemos adaptarnos quizá consiguamos estabilizarnos, no sé si en el mundo 2.0 o en 1.0, pero si nuestros líderes siguen pensando como la gente de este blog….vamos hacia el 0.0, hacia Somalia, hacia Haiti.
Asusta ver que los que dirigen nuestro mundo son tan ignorantes de los procesos básicos de la vida y de la física más básica y que la economía se ha convertido en una entelequia como la filosofía tomista fue en su día, desconectada de los clamorosos datos de la realidad.
Escribo esta respuesta en el 2018, donde se ven los desarrollos tecnológicos que mi pesimista y retrógrada amigo, Sabina, llama «quimeras»…
Qué cosa, increíblemente varios países del mundo ya iniciaron su plan COMPLETAMENTE REAL para introducir energías alternativas, amigables con el ecosistema… Eso no lo veía venir (nótese el sarcasmo).
Todos los acontecimientos presentes y los que en este momento están a punto de darse, hacen quedar totalmente en ridículo las palabras del primer comentario.