Por Carmen Herrero y Antonio Villar.
La apuesta por la sociedad del conocimiento viene flaqueando en nuestro país desde hace ya algunos años. Una apuesta con más palabras grandilocuentes (ciencia, transferencia, innovación, excelencia…) que acciones decididas y coherentes. La dejación de los últimos Gobiernos en este terreno se ha producido en múltiples niveles. El más fácilmente reconocible, pero no necesariamente el más grave, es la reducción de los presupuestos con motivo de la crisis. Pero está lejos de ser el único. El más difuso, y quizás el peor de todos, es el aniquilamiento progresivo de la ambición por la investigación científica de calidad y el conformismo con la mediocridad. Algo que ya empezó en los últimos gobiernos de Aznar, desmantelando el Ministerio de Ciencia, que pareció corregirse en los primeros Gobiernos de Zapatero para volver a caer progresivamente después. Con altos y bajos, eso sí, y muchas asimetrías. Durante una época el CSIC se convirtió en el símbolo mediático de la investigación en España frente a la escasa consideración de la investigación en la Universidad, responsable en realidad de la mayor parte de la investigación que se realiza en nuestro país (la era Cabrera, quien tiene el dudoso mérito de dar a la ANECA el sesgo burocrático que hoy la caracteriza). Las buenas intenciones del Gobierno de Zapatero con que se inició su segundo mandato acabaron bien pronto, dando paso a la etapa Gabilondo que arrancó con la brillante iniciativa de desmembrar universidades e investigación, un proceso rematado por el nuevo Gobierno, que ha acabado definitivamente con el demediado Ministerio de Ciencia e Innovación, traspasando sus competencias a Economía. Más lejos aún de la Universidad. De nuevo la Universidad va de la mano de los colegios y las guarderías y no de la mano de la ciencia y la innovación (véase aquí).
El anquilosamiento de nuestros gobernantes sobre la gestión de la ciencia puede ilustrarse bien con la siguiente anécdota. En diciembre de 2005 los autores de esta entrada coincidimos en Madrid coordinando diversos proyectos del Ministerio de Educación que entonces presidía María Jesús San Segundo (el Programa I3, en un caso, y el Programa Consolider, en otro). Entonces tuvimos acceso a lo que se llamaba el “borrador definitivo” para la creación de la Fundación que gestionaría la ciencia y la tecnología en España, agrupando evaluación, financiación y gestión. Ya solo faltaba su aprobación en Consejo de Ministros y su envío a Cortes. Pues hasta hoy no ha habido más noticias. En seis años los sucesivos Gobiernos socialistas han sido incapaces de articular una iniciativa que estaba ya diseñada en todos sus detalles y que hubiera servido para potenciar la ciencia y continuar por el buen camino que se iniciara en los 80 con Solana y los suyos (sin olvidar la contribución de Ramón Marimón).
Lo cierto es que el apoyo institucional a la ciencia en España ha seguido siempre un camino complicado. El célebre “que inventen ellos” es un estereotipo de la tradicional falta de aprecio en este país de la tarea investigadora. Durante muchos años no existió apenas apoyo institucional a la ciencia, con un CSIC esclerotizado y unas universidades en las que la investigación ni siquiera era considerada una tarea primordial de la academia. Las cosas empezaron a cambiar lentamente a principios de los 80, primero con la creación de la ANEP y la implantación de la evaluación por pares, luego con la creación de la CNEAI y la evaluación de la investigación en las universidades con pequeños efectos económicos y efectos más significativos en la promoción del profesorado (a través, fundamentalmente, de los requisitos para formar parte de los tribunales). Y, más tarde, con los programas de becas vinculadas a proyectos y de ayudas de reincorporación. El programa Ramón y Cajal fue otro paso adelante, en una apuesta por intentar recuperar a los jóvenes doctores formados en las mejores universidades extranjeras. Durante el primer Gobierno de Zapatero se intentó dar un impulso significativo a la ciencia con los programas Consolider, Zenit, etc., inyectando cantidades significativas de dinero en el sistema español. Todos estos esfuerzos han dado sus frutos: España ha empezado a producir “ciencia homologada” en muchos ámbitos diversos, en cantidades y calidad más acordes a su tamaño y situación en el contexto internacional.
Pero este avance no ha servido para acabar con las enormes inercias que existen en el sistema de ciencia y tecnología. En particular en las universidades, porque el CSIC introdujo en su día mecanismos de financiación por objetivos y evaluaciones externas que ya quisiéramos en otros contextos. La Universidad que tenemos es mediocre (siendo muy optimistas), obsoleta y cara. Y el diseño institucional hace que estos rasgos se perpetúen. Como en el caso de las cajas de ahorros hay un problema de funcionamiento derivado de una estructura de propiedad y/o de responsabilidad extremadamente difusa. Así como las cajas habían terminado de hecho como patrimonio exclusivo de los ejecutivos, los políticos regionales, los llamados “agentes sociales” (sic) y los empleados de las propias entidades, las universidades padecen el mismo tipo de deficiencia estructural: son de hecho propiedad de sus empleados (profesores y PAS) y sus ejecutivos (rectores y cargos diversos). Y los políticos, excusándose en la autonomía universitaria, han optado por dejar a su aire a las universidades, siempre que no les creen problemas. Tanto las cajas de ahorros como las universidades han venido funcionando en régimen de circuito cerrado, sin ningún control ni de responsabilidad social efectivas. Los Consejos Sociales se han demostrado inanes a la hora de exigir esa responsabilidad (en parte por su propia composición y en parte por las pautas de comportamiento no intrusivo que han ido perfeccionando con el tiempo).
La investigación científica en el seno de las universidades se ha desarrollado fundamentalmente gracias a los estímulos externos (proyectos de investigación europeos, nacionales y autonómicos). Pero con escaso reconocimiento interno. Hay un ejemplo que ilustra bien la despreocupación de nuestras universidades y de las autoridades políticas de las que dependen por la investigación (véase aquí, aquí o aquí). Si un profesor sistemáticamente deja de dar sus clases se le abre un expediente y, si persiste, puede terminar expulsado de la Universidad por incumplimiento de sus funciones. Hay precedentes. Pero si un catedrático de universidad un buen día deja de hacer investigación no pasa absolutamente nada. Puede estar veinte años incumpliendo lo que por ley es parte de su actividad laboral sin dejar de cobrar religiosamente su sueldo ni de acumular trienios. Esta es la realidad. La investigación se tiende a ver como un oropel más que como una actividad básica e intrínseca de la universidad. Lo que no quiere decir necesariamente que todo el mundo tenga que hacer las mismas dosis de labor investigadora, desde luego. Pero menores dosis de investigación debieran estar asociadas a mayores dosis de docencia y no a mayores dosis de vacaciones.
Y ahora viene la crisis. La crisis, que obliga a drásticas reducciones en el gasto público, que se traduce en cortes en los presupuestos de las universidades, de los centros públicos de investigación, en las subvenciones; menos dinero para proyectos, menos dinero para contratar aquí y para recuperar cerebros formados fuera. Pero quizás lo peor no es tanto la reducción presupuestaria sino la forma en que esta se está llevando a cabo. Hoy la ciencia no es una prioridad y con el paso de esta actividad al Ministerio de Economía parece que la partida de ciencia ha absorbido más de la mitad de los recortes asignados al Ministerio (ver aquí y aquí). Esto coloca a la ciencia española en una situación dramática de cara a los presupuestos de 2012 y, lo que es peor, afecta a la dinámica de largo plazo de la actividad investigadora. Recortar en ciencia es seguramente más fácil que hacerlo en otras partidas, porque se nota menos a corto plazo. Pero las implicaciones son enormes: los mejores científicos se irán marchando o no se incorporarán a nuestros centros de investigación y nuestro tejido investigador, cuya construcción es siempre lenta y compleja, se irá deteriorando con poco ruido pero sin remedio fácil. Porque, no lo olvidemos, el elemento clave de la investigación no es el dinero per se, sino el capital humano y el uso eficiente de los recursos: tener a los mejores y ser capaces de ofrecerles medios para que desarrollen su trabajo. Aumentar el presupuesto no genera automáticamente los talentos (y menos si se siguen políticas proteccionistas de promoción donde “los de casa” van siempre primero).
Hay antecedentes en los que situaciones de crisis se han convertido en elementos dinamizadores del sistema de ciencia y tecnología. Así pasó en el Reino Unidos tras los tremendos recortes que en su día impuso Margaret Thatcher. Ante aquella situación las universidades británicas reaccionaron ajustando sus presupuestos de manera selectiva, potenciando la investigación de primera fila y retirando fondos de los departamentos menos productivos (o directamente cerrándolos). El sistema de financiación por rendimiento que se ha derivado de ese ajuste tan severo ha supuesto de hecho un gran salto adelante en la ciencia de ese país. ¿No podríamos tratar de aprender algo de esa disciplina inglesa?
Fuga de cerebros, ya!
José Vicente Soler
Fantástico! Lo subscribo al 99%. Solo tengo un un pequeño comentario que hacer. Se trata de la manida «fuga de cerebros». La RAE la define como «Emigración al extranjero de numerosas personas destacadas en asuntos científicos, culturales o técnicos, para ejercer allí su profesión, en detrimento de los intereses de su país.» Parece que se usa con el mismo sentido que la fuga de un penal: uno se va para no volver. ¿Por qué se asume que si se sale es para siempre? Irse al extranjero, y más en estos tiempos, debería fomentarse y, si se trata de investigadores, debería imponerse. No hay nada más sano para éstos que comparar nuestro endogámico modelo de Universidad con el que existe en otros lares. Serviría para cambiar de tema (o no), para situarse al nivel que existe en los países más avanzados, etc. Cuando la crisis acabe, cada uno puede elegir entre volver, trayéndose todo lo aprendido (incluyendo un modelo de Universidad que defender) sin que haya costado nada a nuestras arcas, o quedarse. Esto tampoco es ninguna tragedia: muchos nacionales tendrán un lugar a donde acudir. Sobran ejemplos del efecto beneficioso que tiene este tipo de «refugios». Por otra parte, la Ciencia es universal y sus beneficiarios la humanidad. No importa el lugar de trabajo.
Así es que vamos a dejarnos de usar el argumento que establece que si bajan los presupuestos se pueden fugar muchos cerebros. Por cierto, tantos cerebros no hay! Además, los de verdad no necesitan excusas para marchar.