Esta semana pensaba dedicar una entrada de blog al fútbol, pero a la vista de que al subir al taxi o en el bar la conversación se centra en temas presupuestarios he cambiado de opinión. Soy así de inconstante. Hablemos pues de ajustes fiscales.
Los ajustes fiscales son un poco (o un mucho) como un crimen o como una novela policiaca. En el fondo también los ajustes fiscales tienen tres elementos constitutivos principales: motivo, medios y oportunidad. ¿Por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo? Vayamos por orden.
El motivo. El motivo es todo. Sin él no habría ajuste fiscal. Nunca. Ninguno. ¿Por qué ajustar? El motivo puede ser una deuda demasiado alta o que crece muy deprisa o un déficit demasiado alto. O que sin serlo puedan ser considerados como tales, especialmente por quienes compran o dejan de comprar la deuda pública. Recordemos que el miedo es libre y el dinero cobarde y, sobre todo, es de otros que deben querer prestárnoslo voluntariamente. En definitiva, problemas serios para financiar el gasto público motivan los ajustes. Cuestión de necesidad. Gastar sin pagar es un plan de corto recorrido.
Los medios. ¿Cómo ajustar? Medios para ajustar hay muchos, pero se resumen en dos: subir ingresos y reducir gastos. El resto es sencillo. Se trata de elegir qué gastos concretos reducir y qué ingresos específicos aumentar. En esta cuestión hay una gran diversidad de opiniones como sabrá cualquiera que haya seguido el tema en los medios de comunicación o lo haya comentado con amigos, familiares y compañeros de trabajo y/o ascensor (¿ha notado el lector el paso del “parece que va a llover” al “yo pondría la tasa Tobin” o “yo quitaría todas las diputaciones”?). Por otra parte, las opiniones presentan algunos rasgos comunes. El primero: la solución es “de cajón” y del tipo “yo esto lo arreglo en un plis-plas” o “si me dejaran a mí en dos días…” (seguramente un día para el plis y otro para el plas). El segundo: la solución consiste en general en eliminar gastos que “no sirven para nada” (que suelen coincidir con los que no le afectan a uno o le afectan menos), mantener los gastos “útiles y productivos” (que suelen coincidir con los que más le afectan a uno), subir ciertos impuestos (en general los que uno no paga o paga menos) o introducir otros nuevos (en general los que uno no va a pagar o va a pagar menos) y no tocar otros impuestos (en general los que uno paga más). Para que luego digan que la gente no es racional. En fin, para gustos los colores. Una implicación de esto es que resulta imposible que todo el mundo vaya a estar conforme con los ajustes que se decidan. En realidad, es altamente probable que no dejen contento a nadie. Tarea complicada, pero conviene que el ajuste sea justo y que, igualmente importante, lo parezca.
La oportunidad. ¿Cuándo ajustar? Con los ajustes no solo el tamaño importa, también el timing. En palabras recientes del FMI, ¿sprint o maratón? El diseño de un programa de reducción del déficit es un problema de libro. De libro de Macro, claro (por ejemplo, para el lector curioso, del manual de Macroeconomía del propio economista jefe del FMI, Olivier Blanchard, capítulo 14 para más señas). Hay que acabar reduciendo el déficit, pero ¿cuándo? ¿Reducimos mucho hoy y dejamos menos reducción para mañana? ¿Reducimos poco ahora y nos comprometemos a reducir mucho más mañana? En la medida que el ajuste fiscal actual (menos gasto y/o más impuestos hoy) reduce la demanda ahora, eso tenderá a provocar una reducción de la producción y del empleo a corto plazo. Algo que, por cierto, tenderá a agravar el déficit público y a contrarrestar parte de la reducción del déficit perseguida por el propio ajuste. Por otra parte, en la medida que posponemos la reducción para más tarde nos ahorramos esos efectos y si el compromiso es creído eso restaura la confianza, mejora la expectativa de un futuro económico viable, facilita la financiación de la economía (bajando el tipo de interés y así el propio déficit) y al mejorar las expectativas de los agentes tenderá a reactivar la inversión de las empresas y el consumo de las familias. Todo esto tendería a estimular la producción y el empleo incluso a corto plazo.
Pues va a resultar que la solución sí era de cajón. Total, lo que hay que hacer es ajustar poco ahora y ponerse muy serio y prometer solemnemente que mañana sí que vamos a reducir el déficit. Si es que no hay como leer libros, aunque sean de macro. Lástima que vayamos solo por la mitad del capítulo. Volvamos a la parte que dice “si el compromiso es creído”. Porque si se carece de credibilidad los anuncios de ajustes futuros son meros brindis al sol y ni restauran la confianza, ni la financiación retorna ni sirven de nada. He aquí el arte de los programas de ajuste. Se trata de recortar lo menos posible ahora, pero a la vez tiene que ser suficiente para que el programa y los recortes futuros resulten creíbles.
Naturalmente, cuanta más credibilidad se haya perdido previamente menor es el margen, menos posible es posponer el ajuste al futuro y más complicado y doloroso resulta todo. Por otra parte, parece razonable pensar que alguna relación habrá entre credibilidad y cumplimiento de compromisos. También lo parece que resulta aconsejable acompañar el ajuste fiscal con políticas estructurales adecuadas. Aunque sus efectos se materialicen a largo plazo, en la medida que aumentan el potencial de crecimiento, permiten tener expectativas de una mejor situación futura y contribuyen a restaurar la confianza en la economía del país, refuerzan la credibilidad del programa y pueden ayudar a reactivar la inversión y el consumo a corto plazo. Y volviendo a los medios, qué gastos se recorten y qué impuestos suban pueden influir en esta cuestión. Para una visión del conjunto del plan adoptado por el Gobierno ver aquí.
La economía es compleja. Depende del comportamiento y las decisiones de millones de personas que sienten y piensan. Los resultados de un programa de reducción del déficit público, su éxito o su fracaso, incluso sus efectos sobre la producción a corto plazo dependen de muchos factores y no son seguros.
Al final resulta que hablar de ajustes fiscales es un poco como hablar de fútbol. Los ajustes fiscales son así. Unas veces se gana y otras se pierde. Pero cuanto mejor se juega más probable es ganar, aunque no sea seguro. Cuanto mejor el diseño y la aplicación del ajuste más probable es que salga bien, aunque no sea seguro. Por supuesto, mejor no llegar a los penalties. Y la próxima semana, hablaremos del gobierno.
Con lo de que la economía es compleja no puedo estar más de acuerdo. El déficit se regula (es un decir) a partir de los ingresos y los gastos. Uno podría hacer una ecuación dinámica diferenciando ingresos y gastos para tener una estimación de lo que cabe esperar en cuanto a sus efectos. Pero, a diferencia de la economía doméstica, aquí los ingresos dependen de los gastos y los gastos de los ingresos. Por aquello del crecimiento. O sea que las derivadas son un lío y hay que afinar mucho en las estimaciones. En algún otro sitio lo hablaba de la necesidad de tener alguna estimación razonable de las elasticidades totales del déficit en relación a cada euro que se gasta y de cada euro que se ahorra. Porque la confianza de los mercados no sólo depende del afán cumplidor con Merkel de nuestro Sastrecillo Valiente (léase Montoro), sino con la expectativa de que no nos hundamos de puro éxito. Porque la cifra de parados no es fácil de esconder para nuestros acreedores, que difícilmente pueden pensar que «España va bien» por estos derroteros.