Al parecer fue un poeta de la Grecia clásica el que afirmó por primera vez que “el zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sólo una y grande”, y un filósofo moderno, Isaiah Berlin, utilizó este viejo proverbio para distinguir entre aquellos pensadores que intentan ver el mundo en su complejidad, y aquellos otros que tratan de reducirlo todo a una sola idea. Dani Rodrik, un catedrático de Economía de la Universidad de Harvard, ha retomado recientemente esta distinción (aquí) para explicar que también los economistas forman dos grandes grupos: el de quienes creen que las complicaciones del mundo real requieren un enfoque precavido y sensible al contexto, y el de aquellos cuyas interpretaciones de los asuntos de actualidad se inspiran en una lógica sin complicaciones, con respuesta casi automática (“la gran idea”). Rodrik afirma que “de forma instintiva el economista erizo aplicará el análisis más simple de manual al asunto en cuestión”, en cambio los zorros “ven la economía como intrínsecamente second best – demasiado impura para que las políticas ideales de los erizos sean siempre las más adecuadas”.
La eurozona está claramente en la actualidad bajo el dominio de los doctrinarios erizos, que cuentan con una sustancial capacidad de influencia sobre la señora Merkel, y me temo que también sobre Mario Draghi. La historia que la señora Merkel y su partido, la CDU, cuentan a sus electores, es decir el ‘cuento alemán’, es bastante simple y desde luego está llena de eficaces resonancias morales: los protagonistas son un conjunto de países del sur de Europa –ya que Irlanda es menos interesante como ejemplo aleccionador-, cuyos Gobiernos son unos manirrotos, elegidos por votantes igualmente manirrotos que ahora deben purgar los culpables excesos de gasto del pasado. La forma fundamental de purgarlos es imitar lo que hicieron los alemanes cuando tras la unificación de su país se encontraron con que la economía alemana había perdido competitividad: llevar a cabo reformas estructurales para hacer más flexibles los mercados, principalmente el de trabajo, y recuperar competitividad a través de la denominada ‘devaluación interna’, es decir logrando crecimientos de los costes laborales por unidad de producto, y en definitiva de los precios, inferiores a los de aquellos países con los que se compite. Por tanto, si Alemania pudo hacerlo ¿por qué no, por ejemplo, España?
Es cierto que en el contexto de una Unión Monetaria, aunque no sea ya posible recurrir al tipo de cambio como instrumento de ajuste ante los desequilibrios externos, sigue siendo necesario obtener variaciones en los precios relativos entre países para recuperar la competitividad perdida. Los costes laborales y los precios de los países que padecen una pérdida acumulada de competitividad deberían crecer menos –o incluso teóricamente decrecer- en relación a los de aquellos países que por el contrario obtienen regularmente superávits en sus cuentas exteriores. Los zorros del sur, o al menos algunos de ellos, reconocen que es necesaria en sus países una evolución muy moderada de los salarios y de los precios para que los bienes y servicios producidos resulten más atractivos y se elimine el déficit exterior por cuenta corriente, se alcancen después superávits, y así sus economías dejen de requerir de forma continuada pedir prestado al exterior y puedan devolver lo recibido en el pasado. Están de acuerdo también en que son muchas las reformas a realizar para que sus mercados internos, y no solo el de trabajo, funcionen mejor. Sin embargo no están tan seguros de que las ganancias de competitividad alemanas de la década pasada sean solamente el fruto de las virtudes nacionales de ese país. Señalan por ejemplo que no es lo mismo reequilibrar la balanza exterior de un país cuando los mercados donde se dirigen las exportaciones crecen a buen ritmo que cuando están sometidos a una recesión. El Producto Interior Bruto de las tres mayores economías de la eurozona, Alemania excluida, creció de forma significativa entre 1999 y 2007. En cambio en la actualidad las correspondientes previsiones son de recesión. El ‘contexto’, por tanto, es muy importante.
También les gusta señalar que, dado que la clave de la devaluación interna es el cambio en los precios relativos, el ajuste del sur de Europa sería más factible si Alemania aceptara una mayor expansión del gasto interno y un poco más de inflación, o dicho de otra forma, que los grandes superávits por cuenta corriente de países como Alemania también son expresión de un desequilibrio, ya que la competitividad es siempre una cuestión relativa. Sin embargo la inflación es anatema en Alemania, y no parece que por ahí haya mucho que esperar. Incluso en el mejor de los casos la devaluación interna entraña un conjunto de problemas, por ejemplo de coordinación de los movimientos de precios y salarios para evitar agravios comparativos entre profesiones, o entre funcionarios y empleados del sector privado, que no existen en la devaluación tradicional.
A continuación, los zorros periféricos intentan convencer a los erizos alemanes de que mientras sus países completan las ya iniciadas reformas estructurales y ajustan dolorosamente a la baja el gasto público, no les vendría mal que las primas de riesgo aflojaran, es decir que alguien ayudara a restaurar un poco de estabilidad financiera, y también suelen manifestar el deseo de que el calendario de reducción del déficit público sea más pausado para no hundir todavía más sus economías en la recesión. Al llegar aquí se puede adivinar un mohín de disgusto de la Erizo en Jefe: los mercados financieros cumplen su trabajo asignando distintos grados de riesgo a la deuda soberana de los países según su solvencia, y… ¿cómo podría compararse con la solvencia alemana la de Gobiernos como el italiano o el español? Esta es una buena pregunta… que posiblemente deberían responder quienes convivieron pacíficamente con diferenciales de rendimientos prácticamente nulos entre los títulos de la deuda soberana de la mayoría de países de la eurozona precisamente en la época anterior a la crisis, entre 1999 y 2007, cuando se estaban acumulando grandes desequilibrios internos en la eurozona. Si los mercados no fueron eficientes entonces para discriminar el riesgo soberano ¿No es mucho pedir que se acepte que están siendo plenamente eficientes ahora? ¿No están reflejando las altas primas de riesgo que padecen la deuda española y la italiana un notable efecto contagio a partir de la crisis griega? Preguntas incómodas y sospecha –la posible ineficiencia de los mercados- más incómoda todavía.
Bien, veamos donde estamos en estos momentos: al parecer no va a haber nuevos grandes manguerazos de liquidez a largo plazo del Banco Central Europeo –al menos hasta que pasen las elecciones griegas-, las autoridades alemanas se resisten a aceptar una inflación diferencial en su país, también están en contra de otorgar una garantía europea a los depósitos bancarios que frene la salida de capitales de las economías de la periferia, tampoco quieren un apoyo directo por parte del Mecanismo Europeo de Estabilización Financiera a la capitalización de la banca con problemas, y no les gusta nada la idea de establecer mecanismos europeos de salvamento de bancos en crisis. En general a las autoridades mencionadas no les complacen los matices. Los griegos: dentro o fuera, que se decidan ya. Los españoles e italianos: o que se las arreglen como puedan o que pidan oficialmente un rescate con todas las de la ley. Así las cosas estarían claras, y la claridad es muy agradable para aquellas mentalidades que se manejan mal ante los matices.
Seguramente los doctrinarios erizos cuentan con algunos argumentos de peso a su favor: uno de los más importantes hace referencia al riesgo moral de consentir las peticiones de la endeudada periferia, que podría consistir en que las reformas que han iniciado nunca llegaran a completarse. Pero la historia proporciona argumentos igualmente poderosos para andarse con cuidado, como muestra el ejemplo de un ilustre zorro, el economista británico John Maynard Keynes, que pudo ver más allá de la miopía de muchos de sus contemporáneos las consecuencias sociales y políticas de dos considerables errores de la ortodoxia de su tiempo: los intentos de vuelta al patrón oro por parte del Gobierno británico en los años veinte, y las humillantes condiciones impuestas a la vencida Alemania por el Tratado de Versalles tras el fin de la Primera Guerra Mundial, que fueron el germen de la llegada de la Segunda.
El proceso de integración europea, que tanta literatura económica ha generado, no arrancó en los años cincuenta del siglo pasado como resultado de una cuidadosa valoración técnica previa de los costes y beneficios de formar una Unión Aduanera: fue un proyecto decididamente político desde el principio, orientado a establecer de una vez por todas un marco de convivencia política democrática y pacífica entre las naciones europeas, que, con sabio realismo, utilizó la creación de intereses comerciales comunes como argamasa, es decir, como un instrumento idóneo para conseguir consolidar ese proyecto y hacerlo progresar. A ello se añadieron posteriormente políticas –la agraria y la de defensa de la competencia estuvieron desde el principio; la regional, la de investigación y otras llegaron después- e instituciones comunes que reforzaron los vínculos entre países, a la vez que se favorecía la cesión de soberanía hacia el nivel supranacional europeo (‘Bruselas’) y se creaba un terreno común de juego, cuya manifestación más palpable fue el Mercado Único. El euro hubiera debido representar una culminación de ese proyecto en el terreno económico, pero desgraciadamente se abordó olvidando los riesgos de formar una unión monetaria sin una previa unión fiscal. Se suponía que aunque los países que iban a adoptar la moneda única no cumplían las recomendaciones teóricas para formar un ‘Área Monetaria Óptima’, el paso del tiempo iría madurando de forma endógena algunas de esas condiciones. Obviamente, o se era demasiado optimista o el impacto de la Gran Recesión no ha dado tiempo para que eso ocurriera.
No se puede volver atrás en la historia. Probablemente hubiera sido mejor en la primavera de 1998 dejar fuera del euro a algunos países, o aplazar un proyecto tan ambicioso hasta que se hubiera logrado una mayor integración política, con una Hacienda Pública Europea mínimamente digna de ese nombre. Pero lo que ahora está en juego es una alternativa entre más federalismo, para salvar el euro y el proyecto europeo, o una desintegración progresiva. Es posible que la Unión Monetaria pudiera sobrevivir a una salida de Grecia, aunque los costes serían tremendos y los riesgos impredecibles, pero es prácticamente imposible que lo hiciera a la salida de España o Italia. No se trata solamente del coste del ajuste a una nueva situación, -con su impacto crítico sobre el sistema bancario, la renta nacional, etc.-. Se trata de que el colapso del euro arrastraría tras de sí otras conquistas fundamentales de la integración europea. ¿Cuánto tardarían en tomar medidas comerciales proteccionistas que romperían el Mercado Único los países que aún permanecieran en la eurozona ante espectaculares devaluaciones de las divisas de los nuevos países ex euro? ¿Resistirían sus gobiernos la presión para limitar los movimientos de mano de obra procedentes de países masivamente empobrecidos? ¿Qué quedaría del núcleo central de la Unión, es decir la libertad de movimientos de capitales, personas y mercancías? ¿Cuál sería el ambiente de cooperación en reuniones de las instituciones comunitarias donde prevalecería el resentimiento y las recriminaciones mutuas?
La crisis económica actual ha hecho que en Europa el optimismo integrador de hace algunos años esté dando paso a un pesimismo cada vez más extendido respecto al futuro, y por ello es el momento de recordar que la integración europea jamás ha avanzado de acuerdo con un plan perfectamente predeterminado (no ha existido nunca un ‘manual de instrucciones’), sino superando las dificultades de cada momento mediante respuestas, generalmente del tipo ‘más Europa’, a los problemas generados por la etapa anterior del proceso de unificación, en una especie de ‘dinámica del desequilibrio’ (lo dijo aquí Michael Emerson).
Ahora que las apuestas han subido, que cada vez está más claro que hemos entrado en una espiral en que la desconfianza sobre la solvencia de los sistemas bancarios y sobre la sostenibilidad de la deuda soberana se alimentan mutuamente en la periferia europea, y que está en juego la supervivencia del euro, conviene también recordar que la Economía no opera en el vacío y que hay que plantearse con urgencia cuáles son los daños colaterales de seguir con continuos aplazamientos a la hora de dar una respuesta eficaz a los problemas que surgen cuando el euro pierde credibilidad y la situación económica empeora. Por ejemplo: ¿Se ha valorado el efecto para el futuro del proyecto europeo de que una parte importante de la sociedad de algunos de los países miembros comience a pensar que solo encierra sacrificios y estancamiento? ¿Es tan fuerte el proyecto europeo como para prescindir de la legitimación por el éxito? ¿Es insignificante el riesgo de polarización social y de consolidación de movimientos extremistas que genera la visible incapacidad de respuesta de quienes deberían proponer soluciones a escala europea? ¿Es conveniente en un mundo globalizado con nuevas potencias emergentes emitir a escala internacional con tanto vigor la señal de que la gobernanza europea es tan tremendamente ineficaz e infructuosa como una y otra vez ponen de relieve los resultados de las sucesivas cumbres de los gobernantes europeos?
Desde luego estos no son interrogantes que puedan responderse exclusivamente desde un punto de vista estrictamente económico, y es seguro que ante este tipo de preguntas muchos erizos-asesores responderían “no tengo nada que decir, mi manual no habla de esto”. Precisamente por ello se supone que los estadistas de una cierta talla deberían estar capacitados para ir más allá de las recetas más simples, aquellas que tienden a mantener el statu quo y a respetar la opinión biempensante. Pero para ello haría falta, entre otras cosas, que algunos políticos europeos, la señora Merkel entre ellos, se plantearan seriamente cambiar de asesores e introducir algunos zorros en sus equipos.
¡Excelente artículo! En breve seremos rescatados. En dos años, una vez que el resto de países se hayan preparado, saldremos del euro.
Los zorros sólo quieren más dinero y no han hecho casi nada salvo hablar mucho. Son otros erizos.
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Inmejorable explicación de la actualidad europea. Enhorabuena Ernest
Gran articulo!
Me parece adecuada la metáfora del erizo y el zorro… pero la cuestión es que yo la interpreto justo al contrario. Es decir, el erizo es el que propone una solución «simple» como la monetización, inflación, gasto público… mientras que los zorros tienen en cuenta las «complicaciones del mundo real»; es decir, no hay una solución simple sino compleja; se requiere recuperar competitividad y eso difícilmente se va a hacer a través de dar mayor poder, por ejemplo de gasto, a los burócratas ya que, remarcando dicha complejidad, es imposible que dichos burócratas absorban la complejidad del mundo, las inmensas y complejísimas líneas de producción, tecnologías, conocimientos… Por tanto han de dejar de acaparar recursos ya que la probabilidad de hacer mala asignación es inmensa (aeropuertos y trenes vacíos, macroestructuras administrativas públicas,… ) mientras que esos recursos en el mercado no sabemos a qué se van a dedicar… pero con preferencia irán a aquellos empresarios que mejor satisfagan a los consumidores (ofreciendo mejores productos a menor precio), haciendo el mejor uso posible… y dando lugar a empresas que ningún burócrata podría crear (Apple, Google, …)
Creo que coincidimos en cuanto a la caracterización de los ‘erizos’ como amantes de soluciones excesivamente simples. De otro lado creo que lo que está en juego ahora no es si debe aumentarse o no el nivel global de regulación de las economías europeas, sino a qué nivel debe llevarse a cabo esa regulación para que sea coherente con la existencia de una Unión Monetaria. En ese sentido la situación actual resulta claramente mejorable. De otro lado, es evidente que hay un área en que la asignación de recursos puede dejarse con confianza en manos del mercado y otra (bienes públicos, efectos externos etc.) en que se requiere la intervención pública.